viernes, 18 de diciembre de 2009

LA MAESTRA RURAL






A Federico de Onís


La Maestra era pura. "Los suaves hortelanos",
decía, "de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz".

La Maestra era pobre. Su reino no es humano.
(Así en el doloroso sembrador de Israel.)
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!

La Maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad.
Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
tal sonrisa, la insigne flor de su santidad.

¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,
largamente abrevaba sus tigres el dolor!
Los hierros que le abrieron el pecho generoso
¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!

¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía
el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
pasaste sin besar su corazón en flor!

Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste
su nombre a un comentario brutal o baladí?
Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!

Pasó por él su fina, su delicada esteva,
abriendo surcos donde alojar perfección.
La albada de virtudes de que lento se nieva
es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?

Daba sombra por una selva su encina hendida
el día en que la muerte la convidó a partir.
Pensando en que su madre la esperaba dormida,
a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.

Y en su Dios se ha dormido, como en cojín de luna;
almohada de sus sienes, una constelación;
canta el Padre para ella sus canciones de cuna
¡y la paz llueve largo sobre su corazón!

Como un henchido vaso, traía el alma hecha
para volcar aljófares sobre la humanidad;
y era su vida humana la dilatada brecha
que suele abrirse el Padre para echar claridad.

Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta
púrpura de rosales de violento llamear.
¡Y el cuidador de tumbas, cómo aroma, me cuenta,
las plantas del que huella sus huesos, al pasar!

ELOGIO DE LA CANCIÓN




(Prólogo de Canciones, del mexicano Torres Bodet)


¡Boca temblorosa,
boca de canción:
boca, la de Teócrito
y de Salomón!

La mayor caricia
que recibe el mundo,
abrazo el más vivo,
beso el más profundo.

Es el beso ardiente
de una canción:
la de Anacreonte
o de Salomón.

Como el pino mana
su resina suave,
como va espesándose
el plumón del ave,

entre las entrañas
se hace la canción,
y un hombre la vierte
blanco de pasión.

Todo ha sido sorbo,
para las canciones:
cielo, tierra, mares,
civilizaciones...

Cabe el mundo entero
en una canción:
se trenza hecha mirto
con el corazón.

Alabo las bocas
que dieron canción
la de Omar Khayyam,
la de Salomón.

Hombre, carne ciega,
el rostro levanta
a la maravilla
del hombre que canta.

Todo lo que tú amas
en tierra y en cielo,
está entre tus labios
pálidos de anhelo.

Y cuando te pones
su canto a escuchar,
tus entrañas se hacen
vivas como el mar.

Vivió en el Anáhuac,
también en Sión:
es Netzagualcoyotl
como Salomón.

Aguijón de abeja
lleva la canción:
aunque va enmielada
punza de aflicción.

Reyes y mendigos
mecen sus rodillas:
mueve ella las almas
como las gavillas.

Amad al que trae
boca de canción:
el cantor es madre
de la Creación.

Se llamó Petrarca,
se llama Tagore:
numerosos nombres
del inmenso amor.

ENVÍO

México, te alabo,
en esta garganta,
porque hecha de limo
de tus ríos, canta.

Paisaje de Anáhuac,
suave amor eterno,
en estas estrofas
te has hecho falerno.

Al que te ha cantado
digo bendición:
por Netzahualcoyotl
Y por Salomón!

LA SOMBRA INQUIETA



Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta,
¡qué dulce y terrible tu ëvocación!
El perfil de éxtasis, llama la silueta,
las sienes de nardo, l'habla de canción;

cabellera luenga de cálido manto,
pupilas de ruego, pecho vibrador;
ojos hondos para albergar más llanto;
pecho fino donde taladrar mejor.

Por suave, por alta, por bella ¡precita!
fatal siete veces; fatal ¡pobrecita!
por la honda mirada y el hondo pensar.

¡Ay! quien te condene, vea tu belleza,
mire el mundo amargo, mida tu tristeza,
¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!


II

¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,
cuánta generosa y fresca merced
de aguas, para nuestra boca socarrada!
¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!

Jadeante de sed, loca de infinito,
muerta de amargura, la tuya, en clamor,
dijo su ansia inmensa por plegaria y grito:
¡Agar desde el vasto yermo abrasador!

Y para abrevarse largo, largo, largo,
Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,
y lo apegó a su ancho caño saciador...

El que en maldecir tu duda se apure,
que puesta la mano sobre el pecho jure:
-"Mi fe no conoce zozobra, Señor".




III

Y ahora que su planta no quiebra la grama
de nuestros senderos, y en el caminar
notamos que falta, tremolante llama,
su forma, pintando de luz el solar,

cuantos la quisimos abajo, apeguemos
la boca a la tierra, y a su corazón,
vaso de cenizas dulces, musitemos
esta formidable interrogación:

¿Hay arriba tanta leche azul de lunas,
tanta luz gloriosa de blondos estíos,
tanta insigne y honda virtud de ablución

que limpien, que laven, que albeen las brunas
manos que sangraron con garfios y en ríos
¡oh, Muerta! la carne de tu corazón?


NOTA DE LA AUTORA: Esta poesía es un comentario de un libro que, con ese título, escribió el fino prosista chileno Alone. El personaje principal es una artista que pasó dolorosamente por la vida.

EL DIOS TRISTE





Mirando la alameda de otoño lacerada,
la alameda profunda de vejez amarilla,
como cuando camino por la hierba segada
busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.

Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto
por la alameda de oro y de rojez yo siento
un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto
¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!

Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte
Señor, al que cantara de locura embriagada,
no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte
tiene la mano laxa, la mejilla cansada.

Se oye en su corazón un rumor de alameda
de otoño: el desgajarse de la suma tristeza.
Su mirada hacia mí como lágrima rueda
y esa mirada mustia me inclina la cabeza.

Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,
plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
"Padre, nada te pido, pues te miro a la frente
y eres inmenso, ¡inmenso!, pero te hallas herido".

MIS LIBROS

Libros que la autora donó a Vicuña. (Foto: BBC)


(Lectura en la Biblioteca mexicana Gabriela Mistral)


Libros, callados libros de las estanterías,
vivos en su silencio, ardientes en su calma;
libros, los que consuelan, terciopelos del alma,
y que siendo tan tristes nos hacen la alegría!

Mis manos en el día de afanes se rindieron;
pero al llegar la noche los buscaron, amantes,
en el hueco del muro donde como semblantes
me miran confortándome aquellos que vivieron.

¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo,
en donde se quedaron mis ojos largamente,
tienes sobre los Salmos las lavas más ardientes
y en su río de fuego mi corazón enciendo!

Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino
y los erguiste recios en medio de los hombres,
y a mí me yergue de ímpetu sólo el decir tu nombre;
porque de ti yo vengo, he quebrado al Destino.

Después de ti, tan sólo me traspasó los huesos
con su ancho alarido, el sumo Florentino.
A su voz todavía como un junco me inclino;
por su rojez de infierno, fantástica, atravieso.

Y para refrescar en musgos con rocío
la boca, requemada en las llamas dantescas,
busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas.
¡Y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío!

Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas,
pasar por su campiña más leve que un aliento,
besando el lirio abierto y el pecho purulento,
por besar al Señor que duerme entre las cosas.

¡Poema de Mistral, olor a surco abierto
que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada!
Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada
del amor, y correr por el atroz desierto.

Te recuerdo también, deshecha de dulzuras,
verso de Amado Nervo, con pecho de paloma,
que me hiciste más suave la línea de la loma,
cuando yo te leía en mis mañanas puras.

Nobles libros antiguos, de hojas amarillentas,
sois labios no rendidos de endulzar a los tristes,
sois la vieja amargura que nuevo manto viste:
¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente!

Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa,
apretaron el verso contra su roja herida,
y es lienzo de Verónica la estrofa dolorida;
¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa!

¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,
que deshechas en polvo me seguís consolando,
y que al llegar la noche estáis conmigo hablando,
junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos!

De la página abierta aparto la mirada
¡oh muertos! y mi ensueño va tejiéndoos semblantes:
las pupilas febriles, los labios anhelantes
que lentos se deshacen en la tierra apretada.

CREDO




Creo en mi corazón, ramo de aromas
que mi Señor como una fronda agita,
perfumando de amor toda la vida
y haciéndola bendita.

Creo en mi corazón, el que no pide
nada porque es capaz del sumo ensueño
y abraza en el ensueño lo creado:
¡inmenso dueño!

Creo en mi corazón, que cuando canta
hunde en el Dios profundo el flanco herido,
para subir de la piscina viva
recién nacido.

Creo en mi corazón, el que tremola
porque lo hizo el que turbó los mares,
y en el que da la Vida orquestaciones
como de pleamares.

Creo en mi corazón, el que yo exprimo
para teñir el lienzo de la vida
de rojez o palor, y que le ha hecho
veste encendida.

Creo en mi corazón, el que en la siembra
por el surco sin fin fue acrecentado.
Creo en mi corazón siempre vertido
pero nunca vaciado.

Creo en mi corazón en que el gusano
no ha de morder, pues mellará a la muerte;
creo en mi corazón, el reclinado
en el pecho de Dios terrible y fuerte.

LA MUJER ESTERIL




La mujer que no mece un hijo en el regazo,
(cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas),
tiene una laxitud de mundo entre los brazos;
todo su corazón congoja inmensa baña.

El lirio le recuerda unas sienes de infante;
el Angelus le pide otra boca con ruego;
e interroga la fuente de seno de diamante
por qué su labio quiebra el cristal en sosiego.

Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada;
piensa que en los de un hijo no mirará extasiada,
al vaciarse sus ojos, los follajes de octubre.

Con doble temblor oye el viento en los cipreses.
¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece
cual la parva de enero, de vergüenza la cubre!

La mujer fuerte




Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,
mujer de saya azul y de tostada frente,
que en mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía
vi abrir el surco negro en un abril ardiente.

Alzaba en la taberna, honda la copa impura
el que te apegó un hijo al pecho de azucena,
y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,
caía la simiente de tu mano, serena.

Segar te vi en enero los trigos de tu hijo,
y sin comprender tuve en ti los ojos fijos,
agrandados al par de maravilla y llanto.

Y el lodo de tus pies todavía besara,
porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara
¡y aun te sigo en los surcos la sombra con mi canto!